El poblado de Lerma

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En memoria de mis amigos de la infancia José Luís Llovera Baranda y José Emilio Pacheco

Manuel Gracián Barrera

Al mar lo conocí desde muy pequeño. A los 4 años de edad ya lo había visto desde lejos. La orilla marinera llena de sargazo, el oleaje vespertino, el sueste de la mañana, el olor de yodo —decían los mayores—, el muelle fiscal cercano al edificio de la Aduana (donde una vez vivió Vasconcelos); y un malecón llamado “Justo Sierra”, donde las vaciantes eran tan extensas, que me hacía pensar que el agua del mar se había filtrado hacia otro país, antípoda del nuestro, como desapareció toda el agua del lago de la “Isla Misteriosa”, de Julio Verne.

Mi primer contacto directo con el mar fue en el poblado de Lerma, a escasos kilómetros de la Ciudad Portal, por la carretera que se extendía largamente hasta ser interrumpida por el río de Champotón, en su desembocadura al mar.

Años después lo conocería José Emilio: “Han pasado mil años pero no se borran el olor, la visión, el deslumbramiento. El mar de Lerma aún resuena en mi, su rumor me acompañará hasta que muera”.

La mar de Lerma era un paraíso. Desde la orilla de una playita, aledaña a la casa del tío Petush y de mi amigo José Luis teníamos un paisaje de ensoñación.

El sueste permitía la irisación fina de la superficie del mar, sin olas que se acercaran a la orilla; al medio día, el sol transformaba al mar de Lerma en un mar de aluminio.

Por las tardes la vaciante nos permitía a mi hermano Sergio, José Luís, Tito y yo, caminar por el fondo marinero. Al levantar pequeñas piedras cubiertas de lama, descubríamos camarones, caracoles, pepinos de mar, cangrejos, lombrices rojas, estrellas de mar, numerosa fauna marina y, de cuando en cuando, un cangrejo ermitaño acomodado en el interior de una concha de caracol vacía. (No olvido una tarde, al ponerse el sol, un caballito de mar, atrapado temporalmente, en el acuario natural de una gran roca).

Desde muy temprano, los pescadores partían del playón, contraponiendo sus blancas velas al fuerte terral del sueste; viajaban lejos, hasta llegar a un lugar imaginario, “el Paraje”.

Por la tarde, regresaban impulsados por el intenso soplo de la brisa marinera. De cuando en cuando —en ausencia de brisa— la calma chicha los obligaba a retornar, a punta de canalete, con las velas amainadas.

Horas después, cansados, en el playón, aliñaban los pescados y destripaban los cazones, liberándolos de cazoncitos y de la verde hiel de la vesícula biliar.

Recuerdo cierta estampa de un sábado: casi de madrugada, al salir el sol, pasaron los cayucos con sus velas henchidas. En seguida, llegó a nuestro muelle de cemento, un joven marinero, en su pequeño cayuco propulsado por una vela de manta blanca; le apodaban “Saclec” (él me enseñó a fraguar minúsculas anclas de plomo, con plomadas derretidas en latas de leche condensada vacías, vertidas en moldes de ceniza húmeda); secuelas de polio le impedían caminar con soltura, pero en el mar navegaba como un delfín.

Esa mañana vi en el mar algunos cayucos acoderados; a lo lejos, un barco camaronero, fondeado; un par de bufeos circundando el bote; en lo alto, algunas gaviotas, uno que otro albatros, varios rabihorcados y un pelícano desgarbado atrapando peces en sus zambullidas.

En la playa, cercana a la casa, ya nos esperaban José Luis y Tito. Entre semana, la ida al colegio, la famosa “Justo Sierra”, era en un pequeño camión de pasajeros. Siempre estaba repleto de cestas de pescado, legumbres, ollas, vasijas, tinajas de barro elaborados por los alfareros del cerro del “Marañón”; varios milperos llevaban hatos de legumbre fresca. Alguna vez llegué a ver una gran tortuga, dominada, en una gran cesta, acostada boca arriba y pataleando inerme.

Los viernes por la noche, acudíamos al cine al aire libre, en el cascarón de una casa que una vez tuvo techumbre.

Frente a la orilla del mar, cerca a la gran terraza y el puesto de Talicón y el de don Pash, alineadas a lo largo de la calle, 10 a 12 casas de otro siglo, veraniegas, con todas las comodidades.

Una tarde de marzo, fatigamos la subida hasta el cerro del “Marañón”: casas de guano, sin electricidad ni agua entubada, sin estufas, con anafres de carbón.

Alfareros que en sus tornos sencillos, moldeaban el barro ocre, por las tardes, auxiliados con la luz mortecina de un quinqué de petróleo.

Descubrimos allí a varios de nuestros amigos; algunos de ellos, por las tardes, vendían en la terraza de Lerma, cacahuates, pepitas o cajitas de chicles Adams.

Esa tarde, José Emilio, José Luis y yo bajamos —con prisa interior galopante— lentamente, sin volver el rostro, del cerro del “Marañón”. Ya en la plazoleta de casa de Petush, José Emilio nos dijo: “Amigos, esta vez me he avergonzado de mi buena ropa y de mi aspecto citadino. Por primera vez he experimentado la sensación de ser un visitante mal recibido; he visto de cerca la pobreza…”.

Entramos a la casa que fue de los Sáinz de Baranda y al ver el mar con su oleaje vespertino y la hermosa puesta de sol, nos hizo sentirnos invulnerables y cerramos los ojos, por muchos años, a la verdadera pobreza de las gentes.-

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